Los mortales mantenemos un velado acuerdo con la carne en el momento de la muerte. En tanto el funeral nos la exponga, solemne, a quien hasta hace nada estaba entre nosotros, no es de buen tino comenzar a descarnar. Tal vez más tarde se llegue al hueso, pero ahora no. Eso es el duelo, el momento final que sólo acepta el llanto.
Allí, la mente se nubla y por ello nos guarecemos en el silencio como señal de respeto. Otras, esa mezcla de confusión y piedad logra que los actos del difunto en vida sean reinterpretados a través del ropaje con que el dolor los cubre. El paso del tiempo va intercalando hechos y sobre ellos, a manera de senderos, transitará la historia.
Como ciudadano, cautivo de mi subjetividad, guardo recuerdos muy intensos del paso por la política de Néstor Kirchner. Unos sublimes, otros pésimos. Y están instalados como fotos proyectadas. La dignidad que sentí derramada en mí cuando se paró frente a los militares para indicarles quién era el que mandaba y quién el mandado. Aquella primera equilibrada postura frente a la Iglesia. Su firmeza ante la dura posición del FMI y de algunas jerarquías instaladas en nuestra sociedad, testigo impávido de la silbatina oprobiosa que La Rural le dedicó a un Presidente de la Nación en otros tiempos. También, mi memoria guarda una foto horrible, sonriendo y con aspecto avaro: “Mi platita es mía, mía”, ante un inoportuno periodista que osó preguntarle si pensaba donar la jubilación, como lo había hecho Alfonsín antes. Su visión de la justicia respecto de los derechos humanos fue sesgada. Por eso su desaparición dejó incertezas en temas que hubieran merecido esclarecerse ante la ciudadanía.
Argentina necesitaba, como lo sigue necesitando hoy, cerrar esa negra página de su historia. Pero para ello deberá apostar a tres atributos indispensables: generosidad, ecuanimidad y grandeza.
Juan José de Guzmán
jjdeguztemas.blogspot.com
jjdeguz@gmail.com
Allí, la mente se nubla y por ello nos guarecemos en el silencio como señal de respeto. Otras, esa mezcla de confusión y piedad logra que los actos del difunto en vida sean reinterpretados a través del ropaje con que el dolor los cubre. El paso del tiempo va intercalando hechos y sobre ellos, a manera de senderos, transitará la historia.
Como ciudadano, cautivo de mi subjetividad, guardo recuerdos muy intensos del paso por la política de Néstor Kirchner. Unos sublimes, otros pésimos. Y están instalados como fotos proyectadas. La dignidad que sentí derramada en mí cuando se paró frente a los militares para indicarles quién era el que mandaba y quién el mandado. Aquella primera equilibrada postura frente a la Iglesia. Su firmeza ante la dura posición del FMI y de algunas jerarquías instaladas en nuestra sociedad, testigo impávido de la silbatina oprobiosa que La Rural le dedicó a un Presidente de la Nación en otros tiempos. También, mi memoria guarda una foto horrible, sonriendo y con aspecto avaro: “Mi platita es mía, mía”, ante un inoportuno periodista que osó preguntarle si pensaba donar la jubilación, como lo había hecho Alfonsín antes. Su visión de la justicia respecto de los derechos humanos fue sesgada. Por eso su desaparición dejó incertezas en temas que hubieran merecido esclarecerse ante la ciudadanía.
Argentina necesitaba, como lo sigue necesitando hoy, cerrar esa negra página de su historia. Pero para ello deberá apostar a tres atributos indispensables: generosidad, ecuanimidad y grandeza.
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